Mateo 16, 13-20

Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?  Ellos contestaron: Algunos dicen que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros dicen que Jeremías o algún otro profeta. Y ustedes, ¿quién dicen que soy? les preguntó. Simón Pedro le respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Entonces Jesús le dijo: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a construir mi iglesia; y ni siquiera el poder de la muerte podrá vencerla. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que tú ates aquí en la tierra, también quedará atado en el cielo, y lo que tú desates aquí en la tierra, también quedará desatado en el cielo. Luego Jesús ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

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¿QUIEN ES JESÚS PARA MÍ?

Jesús quiere saber qué piensa la gente de Él y qué piensan sus discípulos, para ver si su proceder es el adecuado y responde a lo que Dios quiere. Pedro lo reconoce como el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús le responde con una felicitación y le da el encargo de ser la roca sobre la cual fundará la Iglesia.
¿Quién es Jesús para mí, hoy? No todos tenemos la misma imagen de Jesús. Nos hacemos una imagen de Él a partir de nuestros intereses, de nuestra psicología, del medio social y de nuestra formación religiosa. Una imagen empobrecida, parcial, deformada o falsa de Jesús nos llevará a una vivencia pobre, limitada, incompleta o falsa de la fe y de la vida.
¿Jesús para mí es esa persona que vivió hace más de dos mil años, que hizo algunos prodigios, que dijo muchas verdades y que por ir en contra de la estructura religiosa y política de su tiempo fue sometido a juicio, crucificado y muerto? ¿O es Aquel que resucitó, que vive hoy en mi corazón, que es mi amigo, que me va diciendo lo que debo hacer y lo que debo evitar, que me acompaña y me ayuda, que se da en alimento y se entrega por mí en la Eucaristía? ¿Es para mí el camino que debo seguir, la verdad ante tanta mentira, la vida que me entusiasma, que llena mi existencia y le da sentido para que yo no viva en vano?
La imagen que demos de Cristo es decisiva para que el mundo crea en Él, sobre todo con nuestra vida iluminada por su persona y orientada al amor, al servicio y la solidaridad.
En un mundo invadido por ídolos y promesas engañosas, ¿confesamos a Jesús como Hijo de Dios y único salvador del hombre? A quién otro podemos seguir que no nos defraude, si sólo Él tiene palabras de vida eterna. Lo creemos resucitado y estamos seguros que vive con nosotros por medio de su Espíritu. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 24 del año 2014

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Mateo 15, 21-28

Jesús se dirigió de allí a la región de Tiro y Sidón. Y una mujer cananea, de aquella región, se le acercó, gritando: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! ¡Mi hija tiene un demonio que la hace sufrir mucho! Jesús no le contestó nada. Entonces sus discípulos se acercaron a él y le rogaron: Dile a esa mujer que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros. Jesús dijo: Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Pero la mujer fue a arrodillarse delante de él, diciendo: ¡Señor, ayúdame! Jesús le contestó: No está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros. Ella le dijo: Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces le dijo Jesús: ¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres. Y desde ese mismo momento su hija quedó sana.

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¡MUJER, QUÉ GRANDE ES TU FE!

Una mujer cananea sale tras de Jesús suplicándole: "Ten compasión de mí, Señor, mi hija tiene un demonio que la atormenta”. Jesús no le responde, pero los discípulos intervienen a favor de ella. Y la respuesta de Jesús es desconcertante: "Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. No obstante, por el desenlace, se infiere que Cristo nunca rechazó la fe dondequiera que la encontraba.
Es imposible no conmoverse ante la humildad y la fe de aquella mujer que amaba tanto a su hija. La mujer insiste, no se amilana y reitera su petición. Jesús se rinde ante la humildad de esta mujer, reconoce con admiración la fe de esta pagana y la propone como modelo para los creyentes. La acoge, a pesar de ser pagana, y está siempre abierto a las necesidades de todos, sin distinción de clase, raza o condición social.
En la actitud de la mujer cananea descubrimos un modelo de oración que en la Iglesia se conoce como "de súplica", que está centrada, por la fe, en la persona de Jesús, el Señor y Mesías. Es una súplica dinámica, orientada a la ayuda del prójimo, su hija en este caso.
Su oración reúne las condiciones que Cristo propone a los fieles: humildad, confianza y perseverancia. La grandeza de su fe suplicante radica en su actitud personal: el reconocimiento de la identidad de Jesús, el "Señor".
La oración hecha con auténtica fe es diálogo con Dios, es apertura a la fraternidad humana y a los problemas de los que sufren por diversos motivos; es bendición y alabanza a Dios y es también súplica de quien se reconoce frágil ante el Señor y necesitado de su amor, de su gracia, de la fuerza del Espíritu y de muchos dones y favores. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 17 del año 2014

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Mateo 14, 25-33

A la madrugada, Jesús fue hacia ellos caminando sobre el agua. Cuando los discípulos lo vieron andar sobre el agua, se asustaron, y gritaron llenos de miedo: ¡Es un fantasma!. Pero Jesús les habló, diciéndoles: “¡Calma, Soy yo: no tengan miedo!”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua”. “¡Ven!” dijo Jesús. Pedro entonces bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: “¡Sálvame, Señor!”. Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: “¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca se pusieron de rodillas delante de Jesús, y le dijeron: “¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!”

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¿POR QUÉ TENEMOS MIEDO?

Todos experimentamos temores y angustias en nuestra vida. Sentimos miedo y desconfianza de nosotros mismos, de la gente, de la muerte, de nuestro destino; miedo a decidirnos o a equivocarnos. Y es ante el temor que escuchamos la voz cálida de Jesús, que nos dice: "Ánimo, yo estoy contigo, no tengas miedo".
Para creer en Dios, dice la Escritura, es importante desechar nuestras seguridades tan "razonables", dejar la tierra firme y caminar sobre las olas en medio de las tempestades de la vida. Jesús nos brinda una confianza y certeza superiores a toda seguridad humana y que no tienen nada que ver con las especulaciones de nuestro egoísmo. Cuando desaparecen de nuestra vida los signos de Dios o falla el amor, la amistad, la fidelidad, no hay respeto por la vida y la justicia; cuando el bien y la verdad desaparecen y nos golpea una enfermedad o un accidente, entonces surgen las crisis de fe, nos domina el miedo y aparece la desconfianza. En esas circunstancias es justo el momento en que debemos decir como Pedro:"¡Sálvame, Señor!".
¿Por qué hemos dudado? Nos pregunta Jesús. Y  respondemos: porque no tenemos la fe suficiente, y si somos sinceros, debemos confesar que hay una gran distancia entre el creyente que profesamos ser y el que somos en realidad.
Cuando un creyente, acosado por el miedo como Pedro, grita: "Sálvame, Señor", todo cambia en el fondo de su corazón y se despierta la confianza en Dios. Dios es la mano amiga que nadie puede quitarnos. La fidelidad y la misericordia de Dios están por encima de todo, incluso por encima de toda fatalidad o culpa. Lo importante es saber levantar nuestras manos hacia Dios como gesto de súplica y con entrega confiada.
Mateo nos describe hoy la verdadera fe al presentar a Pedro caminando sobre las aguas, acercándose a Jesús. Necesitamos apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones o seguridades. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 10 del año 2014

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Romanos 8, 35.39

¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, o las dificultades, o la persecución, o el hambre, o la falta de ropa, o el peligro, o la muerte violenta?

¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!

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EL PAN QUE NADIE RECHAZA: EL AMOR

Jesús dijo a sus discípulos:"En vez de despedir a la gente, denles ustedes de comer". Y hoy Jesús nos presenta el mismo desafío. Pero, ¿podemos multiplicar el pan para los pobres por arte de magia o por fe? Lo que ciertamente no podemos hacer es renunciar a multiplicar el amor y la fraternidad en nuestro alrededor mediante el compartir.
No podemos olvidar que la mejor oferta del pan que nadie rechaza, porque no humilla, es el amor y el respeto de la dignidad de la persona cuando se siente aceptada tal como es. Éste es quizá el pan que más se necesita y que siempre nos es posible dar.
Y hay muchas clases de hambre y de privación: hambre de alimento, de trabajo y vivienda, de dignidad, de cultura, de justicia, de paz, de estima, de afecto y libertad. El hombre siente hambre de absoluto, de plenitud, hambre de Dios, en definitiva. Y las personas hambrientas hoy día son también los ancianos solitarios, los enfermos terminales, los niños sin familia, las madres abandonadas, los drogadictos, etc.
Jesús no se quedó en la mera compasión por quienes lo seguían desde hacía tres días, no se contentó con saciar el estómago de la gente que lo buscaba y escuchaba. Consciente de que no sólo de pan vive el hombre, se les entregará personalmente, porque sólo Él es el pan de vida que sacia definitivamente el hambre y la sed del ser humano.
El milagro de la multiplicación, además de signo de los tiempos mesiánicos; apunta al sacramento de la Eucaristía como alimento del nuevo pueblo de Dios y preanuncia el banquete del Reino inaugurado ya en la persona, obra y mensaje de Jesús.
Nuestras eucaristías no deben ser sólo una presencia pasiva y aislada, o solo cultual, sino celebración comunitaria, dinámica, auténtica, prefigurada en la multiplicación de los panes y peces por Jesús. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 3 del año 2014

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