Lucas 2, 22-40

Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: «Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.» Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones de paloma. En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre que se llamaba Simeón. Era un hombre justo y piadoso, que esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con Simeón,  y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor enviaría.  Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo; y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron también a él, para cumplir con lo que la ley ordenaba,  Simeón lo tomó en brazos y alabó a Dios, diciendo:  «Ahora, Señor, tu promesa está cumplida: puedes dejar que tu siervo muera en paz. Porque ya he visto la salvación  que has comenzado a realizar a la vista de todos los pueblos,  la luz que alumbrará a las naciones y que será la gloria de tu pueblo Israel.»  El padre y la madre de Jesús se quedaron admirados al oír lo que Simeón decía del niño.  Entonces Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús: Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan o se levanten. Él será una señal que muchos rechazarán,  a fin de que las intenciones de muchos corazones queden al descubierto. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que atraviese tu propia alma.  También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era ya muy anciana. Se casó siendo muy joven, y había vivido con su marido siete años;  hacía ya ochenta y cuatro años que se había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones.  Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.  Después de haber cumplido con todo lo que manda la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su propio pueblo de Nazaret.  Y el niño crecía y se hacía más fuerte, estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios.

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EL CALOR HUMANO DE LA FAMILIA

Quienes ven el cumplimiento de las promesas divinas bendicen y alaban a Dios y lo manifiestan llenos de fe y esperanza, como Simeón y Ana que tuvieron la dicha de tener en sus brazos al Salvador, Jesús.
Después de la presentación de Jesús en el templo y de haber cumplido con lo que prescribe la ley del Señor, María, José y el Niño regresan a Nazaret y se integran a sus actividades cotidianas. Allí, en Nazaret, Jesús crece, madura, trabaja con sus padres, se fortalece, se llena de sabiduría y es apreciado por todos.
¡Qué hermoso don nos ha dado Dios con la familia! Es en el hogar, en el seno familiar, donde se experimenta más intensamente el calor humano; es el lugar privilegiado y adecuado para vivir la gracia y el amor de Dios. De nuestros padres recibimos el afecto, los cuidados, la ternura, las enseñanzas. Sin embargo, constatamos que hay tantos niños sin padres, sin cariño ni amor, deambulando por las calles, expuestos al peligro, al maltrato, al abuso... Y lo más grave es que muchas veces cerramos los ojos ante esta realidad, evadimos la responsabilidad que tenemos como cristianos de velar por el bien de los débiles y necesitados.
Agradezcamos a Dios porque tenemos una familia, un lugar donde crecer, sentirnos seguros y a gusto. Démosle gracias por nuestros familiares y amigos. Por tantas personas que nos han acompañado desde nuestra niñez y nos ayudan a llevar una vida normal, que nos respetan y nos animan a abrir horizontes y a vivir con esperanza y dignidad.
Podemos viajar mucho, conocer lugares y realidades diferentes, pero sólo cuando regresamos y nos encontramos de nuevo en el hogar nos damos cuenta que el calor humano y el amor verdadero se encuentran en el ámbito de nuestras familias. Así como lo fue para Jesús la presencia de José y María en su niñez y juventud, valoremos y defendamos nuestras familias. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 28 del año 2014

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Juan 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.  Él estaba en el principio con Dios.  Por medio de él, Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin él.  En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad.  Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla. Hubo un hombre llamado Juan, a quien Dios envió  como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que todos creyeran por lo que él decía.  Juan no era la luz, sino uno enviado a dar testimonio de la luz.  La luz verdadera que alumbra a toda la humanidad venía a este mundo. Aquel que es la Palabra estaba en el mundo; y, aunque Dios hizo el mundo por medio de él, los que son del mundo no lo reconocieron.  Vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron.  Pero a quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios.  Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado. Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros. Y hemos visto su gloria, la gloria que recibió del Padre, por ser su Hijo único, abundante en amor y verdad.  Juan dio testimonio de él, diciendo: «Éste es aquel a quien yo me refería cuando dije que el que viene después de mí es más importante que yo, porque existía antes que yo.» De su abundancia todos hemos recibido un don en vez de otro;  porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero el amor y la verdad se han hecho realidad por medio de Jesucristo.  Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es quien nos lo ha dado a conocer.

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¡DIOS CREE EN EL HOMBRE!

¡Es Navidad! Dios se hace hombre, cercano, y viene a nuestro encuentro indefenso, pobre, desnudo, invitándonos al desprendimiento y a la búsqueda incansable de la paz. Dios se nos ofrece en la ternura de un Niño humilde y pacífico.
Su presencia entre nosotros es germen de alegría y esperanza en un mundo que se vuelve cada vez más inhumano por causa de la violencia. Es motivo de gozo contemplar la humanización de Dios y vivir la divinización del hombre.
Navidad no es festejar ruidosamente, dar grandes regalos, comida especial... sino compartir la felicidad del Dios-con-nosotros con nuestro hermano necesitado. El peligro está en que se realice en nosotros esa estremecedora afirmación de Juan:"La Palabra de Dios vino a su casa y los suyos no la recibieron".
Sólo después de haber encontrado un tesoro se vende gozosamente todo lo demás. Sólo cuando los oídos han captado la música, pueden los pies ponerse a danzar y a cantar: "Gloria a Dios y paz a los hombres que Él ama". Hay que acercarnos al ser humano, donde mora el Niño Dios, y ofrecerle abrigo, acogida y amor, como lo hizo María.
Acerquémonos, pues, a Belén para escuchar esa banda sonora de la vida de Jesús, que será la música de nuestra vida y nos dará la alegría y la paz. Allí escucharemos la voz de los pastores que nos dicen: "¡Paz a los hombres a quienes ama el Señor!".
Experimentemos hoy la complacencia de Dios, sintamos la alegría de su presencia, de ser objeto de su amor. Acerquémonos a Belén a tocar la debilidad de Dios, a experimentar cómo en medio de un mundo hostil, egoísta, orgulloso, Él hace presente su ternura, su humildad, en el cuerpo de un niño que se pone en nuestras manos. ¡Feliz Navidad para todos! J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 25 del año 2014

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Lucas 1, 26-38

A los seis meses, Dios mandó al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret,  donde vivía una joven llamada María; era virgen, pero estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David.  El ángel entró en el lugar donde ella estaba, y le dijo: ¡Salve, llena de gracia! El Señor está contigo.  María se sorprendió de estas palabras, y se preguntaba qué significaría aquel saludo.  El ángel le dijo: María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios.  Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.  Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David,  para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin.  María preguntó al ángel: ¿Cómo podrá suceder esto, si no vivo con ningún hombre?  El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios altísimo se posará sobre ti. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios.  También tu parienta Isabel va a tener un hijo, a pesar de que es anciana; la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses.  Para Dios no hay nada imposible.  Entonces María dijo: Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho. Con esto, el ángel se fue.

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EL "SÍ" DE MARÍA

El "sí" de María es una opción radical. Su respuesta al ángel es un compromiso que involucra todo su ser y al que se mantendrá fiel por toda la vida. Ella aceptó el plan de salvación sin reservas y su decisión de hacer la voluntad de Dios fue irrevocable.
María, criatura humana pero totalmente libre de pecado, no cederá a la tentación del mal o del abandono. Por eso puede el Espíritu engendrar en ella, la mujer nueva, al hombre nuevo que es Cristo. El "sí" de María nos revela el rostro de Dios que valora al ser humano y lo invita a la amistad y a la solidaridad.
María nos enseña a evitar el verbalismo y el activismo que no están al servicio de Dios y del hombre. La relación entre los hombres empieza a ser realmente humana cuando, con la fuerza que viene de lo alto, se vence las potencias del mal que se oponen a la libertad, a la vida, al amor y a la dignidad del ser humano.
Dios aborrece la injusticia y defiende a los marginados, trastocando el orden establecido por la opresión del desamor, del egoísmo y de la explotación, según lo expresó María en el hermoso canto del Magnificat.
EL "sí" de María es una invitación a que realicemos también, y de por vida, la opción por Cristo en orden a construir un mundo más humano. Siempre tenemos que hacer opciones fundamentales como el matrimonio, el sacerdocio, una profesión... que se presentan como una oportunidad para dar nuestro sí según lo manda Dios con convicción, fidelidad y responsabilidad.
La tentación de abandonar los deberes está hoy a la orden del día. El sí se cambia en no con mucha facilidad y hay quien sostiene la imposibilidad de un compromiso o un amor de por vida. La respuesta de María debe ser nuestra ley vital. Hagamos siempre la voluntad de Dios y aprendamos de ella su servicialidad, disponibilidad y perseverancia. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 21 del año 2014

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Juan 1, 6-8. 19-28

Hubo un hombre llamado Juan, a quien Dios envió como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que todos creyeran por lo que él decía.  Juan no era la luz, sino uno enviado a dar testimonio de la luz. Éste es el testimonio de Juan, cuando las autoridades judías enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era él.  Y él confesó claramente: Yo no soy el Mesías. Le volvieron a preguntar: ¿Quién eres, pues? ¿El profeta Elías? Juan dijo: No lo soy. Ellos insistieron: Entonces, ¿eres el profeta que ha de venir? Contestó: No. Le dijeron: ¿Quién eres, pues? Tenemos que llevar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué nos puedes decir de ti mismo?  Juan les contestó: Yo soy una voz que grita en el desierto: “Abran un camino derecho para el Señor”, tal como dijo el profeta Isaías.  Los que fueron enviados por los fariseos a hablar con Juan,  le preguntaron: Pues si no eres el Mesías, ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas?  Juan les contestó: Yo bautizo con agua; pero entre ustedes hay uno que no conocen  y que viene después de mí. Yo ni siquiera merezco desatarle la correa de sus sandalias.  Todo esto sucedió en el lugar llamado Betania, al otro lado del río Jordán, donde Juan estaba bautizando.

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PROFETAS DE ALEGRIA Y ESPERANZA

¿Tú, quién eres?, le preguntan a Juan Bautista los emisarios de los judíos, intrigados por su personalidad. Él les dice sin arrogancia:"Yo no soy el Mesías, ni el profeta esperado, sino sólo una voz que grita en el desierto. Allanen el camino del Señor".
Juan es un profeta sincero. Su rectitud y coraje le costaron la vida por recriminar a Herodes su conducta inmoral al convivir con la mujer de su hermano Filipo. Además, Juan es una persona humilde y sensata que no se embriaga con el aplauso de la gente. Él sabe bien que su persona y su ministerio profético están al servicio de alguien superior: Jesús.
Los profetas pueden hacer sombra a los orgullosos, pero tienen la autoridad de la verdad y el testimonio de vida. Su autoridad brota de su interior y de su coherencia de vida. Juan no tiene nada que ocultar. Para el profeta vale más la verdad que la vida, y él sabe que poner en acto la verdad es arriesgado, pero es la única manera de ser testigo de la luz.
Los contemporáneos del Bautista necesitaban un testigo que les mostrara el fundamento de una esperanza segura. Juan les indica que esa seguridad está en Jesús, que es el "enviado" que viene a perdonar y curar las heridas del cuerpo y del corazón.
Ser mensajeros de alegría y esperanza es también tarea nuestra, pero ante el materialismo, el vacío interior, la desesperanza e indiferencia optamos por callar, manifestando que nadie nos escucha. Juan anuncia y da testimonio allí en el desierto donde corre el riesgo de no ser escuchado.
Allanar el camino del Señor significa "enterrar" el orgullo, el egoísmo, el afán de aplauso, la codicia, y disponernos con humildad y confianza para recibir de la forma más digna al Señor que viene. Hoy tenemos motivos para estar alegres, pues el Señor ya está en medio de nosotros. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 14 del año 2014

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Lucas 1, 26-38

A los seis meses, Dios mandó al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret,  donde vivía una joven llamada María; era virgen, pero estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David.  El ángel entró en el lugar donde ella estaba, y le dijo: ¡Salve, llena de gracia! El Señor está contigo. María se sorprendió de estas palabras, y se preguntaba qué significaría aquel saludo.  El ángel le dijo: María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios.  Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.  Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David,  para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin. María preguntó al ángel: ¿Cómo podrá suceder esto, si no vivo con ningún hombre? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios altísimo se posará sobre ti. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios.  También tu parienta Isabel va a tener un hijo, a pesar de que es anciana; la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses.  Para Dios no hay nada imposible. Entonces María dijo: Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho. Con esto, el ángel se fue.

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MARÍA, LA LLENA DE GRACIAY BELLEZA

En atención a la maternidad divina de María, a su función corredentora y a su condición de signo de la humanidad nueva, el 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX definía con la bula lneffabilis Deus el dogma de la Inmaculada Concepción, donde proclama que María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el instante mismo de su concepción.
Era necesario que ella, destinada a ser la Madre del Hijo de Dios, fuera preservada de toda mancha de pecado y así respondiera adecuadamente al proyecto salvífico de Dios. El Padre eligió a María "antes de la creación del mundo para que fuera santa e inmaculada".
Alégrate, el Señor está contigo, es el saludo del ángel a María. Este saludo no provoca temor en María, sino turbación por la magnitud de su contenido. La presencia de Dios es siempre portadora de alegría y de paz; de ahí la invitación del ángel: "No temas".
A la pregunta de María: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?", el ángel le responde: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la sombra del Altísimo te cubrirá con su sombra".
Mediante un nuevo acto creador de Dios se anuncia el nacimiento del nuevo Adán (Jesús) y el comienzo de una humanidad nueva gracias a María. Ella da su consentimiento, diciendo:"Aquí está la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que has dicho", expresando así su disponibilidad al proyecto de Dios.
Al contemplar a María Inmaculada apreciamos la belleza sin par de la creatura sin pecado: "Toda hermosa eres María". Y con ella experimentamos la invitación de Dios para que, aunque heridos por la culpa original, luchemos contra el pecado. Tenemos necesidad de Dios y de su gracia para ser realmente felices. En medio de las tempestades que nos agobian, ella nunca abandona a los que la invocan y son sus devotos. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 8 del año 2014

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Marcos 1, 1-8

Principio de la buena noticia de Jesús el Mesías, el Hijo de Dios. Está escrito en el libro del profeta Isaías: «Envío mi mensajero delante de ti, para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: “Preparen el camino del Señor; ábranle un camino recto.”»  Y así se presentó Juan el Bautista en el desierto; decía a todos que debían volverse a Dios y ser bautizados, para que Dios les perdonara sus pecados.  Todos los de la región de Judea y de la ciudad de Jerusalén salían a oírlo. Confesaban sus pecados, y Juan los bautizaba en el río Jordán.  La ropa de Juan estaba hecha de pelo de camello, y se la sujetaba al cuerpo con un cinturón de cuero; y comía langostas y miel del monte.  En su proclamación decía: «Después de mí viene uno más poderoso que yo, que ni siquiera merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias.  Yo los he bautizado a ustedes con agua; pero él los bautizará con el Espíritu Santo.»

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VOZ QUE GRITA EN EL DESIERTO

Juan es el profeta que vivió como nómada, en la austeridad y la privación, sin privilegios inútiles. Su dieta es muy sobria y su vestido modesto. No es una persona fascinante que capta simpatías. Nadie lo asumiría como jefe de relaciones públicas. Aparece en el desierto, no en un lugar placentero. Invita a la conversión, al cambio de vida, a liberarse de esclavitudes.
"Allanar el camino del Señor" significa dejar los vicios, el orgullo, la soberbia, la codicia, la injusticia, la explotación del pobre. Juan se reconoce con humildad como el predecesor, y por eso no habla de sí mismo sino del que viene detrás de él, del Mesías. Es la voz del desierto que anuncia a Jesús como Mesías. Tiene el coraje de denunciar la situación inmoral de Herodes por convivir con la esposa de un hermano suyo. Esto le costó la vida.
La Buena Noticia que nos trae alegría y esperanza, vida y perdón, se pregona en el desierto, ese lugar inhóspito, el lugar de la prueba y del encuentro, de la sed y la tentación.
El auténtico creyente no se refugia en el disfrute alocado del consumismo, no busca consuelo en un mundo artificial y engañoso, ni se hunde en el pesimismo. Él allana el camino del Señor, es decir, evita entrar en los caminos que no conducen a ninguna parte, y se esfuerza por liberarse de todo aquello que bloquea su crecimiento, su madurez, y que impide el progreso de un mundo más justo, humano y pacífico.
Igual que Juan, somos mensajeros del Mesías y de su buena noticia. Pero muchas veces callamos y no damos testimonio. Ante el vacío y la indiferencia, decimos que estamos "predicando en el desierto". Sin embargo, Juan dio testimonio y manifestó su mensaje a viva voz allí en el desierto, lugar del sufrimiento y la dureza de la vida. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 7 del año 2014

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Mateo 25, 31-46

»Cuando el Hijo del hombre venga, rodeado de esplendor y de todos sus ángeles, se sentará en su trono glorioso. La gente de todas las naciones se reunirá delante de él, y él separará unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Y dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Vengan ustedes, los que han sido bendecidos por mi Padre; reciban el reino que está preparado para ustedes desde que Dios hizo el mundo. Pues tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero, y me dieron alojamiento.  Estuve sin ropa, y ustedes me la dieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a verme.” Entonces los justos preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre, y te dimos de comer? ¿O cuándo te vimos con sed, y te dimos de beber? ¿O cuándo te vimos como forastero, y te dimos alojamiento, o sin ropa, y te la dimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” El Rey les contestará: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron.” »Luego el Rey dirá a los que estén a su izquierda: “Apártense de mí, los que merecieron la condenación; váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Pues tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; anduve como forastero, y no me dieron alojamiento; sin ropa, y no me la dieron; estuve enfermo, y en la cárcel, y no vinieron a visitarme.” Entonces ellos le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o como forastero, o falto de ropa, o enfermo, o en la cárcel, y no te ayudamos?” El Rey les contestará: “Les aseguro que todo lo que no hicieron por una de estas personas más humildes, tampoco por mí lo hicieron.” Ésos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

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EL AMOR: MATERIA DEL EXAMEN FINAL

La escena del evangelio nos presenta un juicio público y universal. Ante el Juez, el Hijo del hombre, aparecen en dos grupos todas las naciones cuyo comportamiento ha sido diverso. La sentencia se pronuncia en forma de bendición o maldición y significa heredar el Reino o ser excluidos de él.
El examen final será sobre el amor o la indiferencia realizados con la persona necesitada. Lo que hacemos o dejamos de hacer a los pobres, a los pequeños, a los hambrientos, enfermos, encarcelados, es lo que cuenta y tiene validez a los ojos y el juicio de Dios. Hay que saber descubrir el rostro de Dios en cada uno de ellos. De nada serviría que hiciéramos obras de caridad y, por otro lado, actuar de forma injustos con los pobres o dar mal ejemplo a los pequeños (débiles de fe).
También las estructuras sociales, las relaciones entre las naciones, etc., tienen que ver con el Reino y con el proyecto de Dios, y serán sometidas al juicio divino. Los pobres tienen mucho que decir sobre la indiferencia, la frivolidad y la crueldad de quienes acumulan los bienes y niegan su acceso a los necesitados.
Si hemos puesto nuestra vida al servicio de los pobres y adoloridos del alma o del cuerpo, para que encuentren alivio y consuelo; si nos hemos esforzado por ver a Dios en ellos ayudándoles a llevar la cruz de sus sufrimientos, en el día del juicio escucharemos las consoladoras palabras de Jesús:"Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer...”
No se trata de practicar de vez en cuando alguna obra de misericordia que tranquilice nuestra conciencia, sino de una actitud de fe y amor que perdure. Cada domingo debemos repetir conscientemente, en nuestra profesión de fe: "Creemos que el Señor vendrá de nuevo con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin". B.C.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, noviembre 23 del año 2014

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Juan 2, 13-22

Como ya se acercaba la fiesta de la Pascua de los judíos, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de novillos, ovejas y palomas, y a los que estaban sentados en los puestos donde se le cambiaba el dinero a la gente. Al verlo, Jesús tomó unas cuerdas, se hizo un látigo y los echó a todos del templo, junto con sus ovejas y sus novillos. A los que cambiaban dinero les arrojó las monedas al suelo y les volcó las mesas. A los vendedores de palomas les dijo: ¡Saquen esto de aquí! ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre! Entonces sus discípulos se acordaron de la Escritura que dice: «Me consumirá el celo por tu casa.» Los judíos le preguntaron: ¿Qué prueba nos das de tu autoridad para hacer esto? Jesús les contestó: Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo. Los judíos le dijeron: Cuarenta y seis años se ha trabajado en la construcción de este templo, ¿y tú en tres días lo vas a levantar? Pero el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús.

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TODOS SOMOS TEMPLO DE DIOS

La primera Basílica que ha tenido nuestra religión católica es la de Letrán, cuya consagración, que hoy celebramos, fue llevada a cabo por el papa Silvestre en el año 324 en Roma.
Esta Basílica es la madre y cabeza de todas las iglesias. Ha sido muy venerada y en ella se han celebrado cinco concilios. Ella es símbolo de la unidad de todas las comunidades cristianas con Roma y nos recuerda que todos estamos construidos sobre el mismo cimiento, que es Jesucristo.
Desde el Antiguo Testamento Dios enseña a su pueblo la importancia de los lugares consagrados a Él. El templo es, ante todo, el corazón del hombre que ha acogido su Palabra. San Pablo dice: "¿No saben que ustedes son santuarios de Dios?" (1Co 3, 16).
El templo es el lugar sagrado donde los fieles se reúnen para dar culto. En él hemos sido bautizados y en él hemos iniciado nuestro camino cristiano, Hemos recibido nuestra primera comunión o celebrado nuestro matrimonio; en él hemos dado también el último adiós a nuestros seres queridos. El templo nos recuerda que Dios está presente en medio de los hombres.
Todos hemos sido consagrados como "templos de Dios" el día de nuestro bautismo, por eso nuestro cuerpo merece respeto y estima. Nuestro hermano es también templo de Dios y no puede ser visto como un instrumento u objeto de placer o violencia, tampoco alguien a quien no perdonamos o no prestamos ayuda.
Jesús, al echar a los mercaderes del templo, se enfrenta a los que profanan lo sagrado: los codiciosos, los hipócritas, los que no respetan y destruyen el templo de Dios. San Pablo nos dice que cada uno de nosotros somos templo del Espíritu Santo. Ojalá conservemos nuestra alma bella y limpia, como le agrada al Señor, y todo nuestro ser sea un templo vivo. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, noviembre 9 del año 2014

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Juan 11, 17-27

Al llegar, Jesús se encontró con que ya hacía cuatro días que Lázaro había sido sepultado.  Betania se hallaba cerca de Jerusalén, a unos tres kilómetros;  y muchos de los judíos habían ido a visitar a Marta y a María, para consolarlas por la muerte de su hermano.  Cuando Marta supo que Jesús estaba llegando, salió a recibirlo; pero María se quedó en la casa.  Marta le dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.  Pero yo sé que aun ahora Dios te dará todo lo que le pidas.  Jesús le contestó: Tu hermano volverá a vivir.  Marta le dijo: Sí, ya sé que volverá a vivir cuando los muertos resuciten, en el día último.  Jesús le dijo entonces: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá;  y todo el que todavía está vivo y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?  Ella le dijo: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.

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¿QUE HAY AL FINAL DE LA VIDA?

La muerte es una realidad que experimentamos con frecuencia. Su anuncio en la enfermedad, en la vejez, en los accidentes y en todo lo que es negación de la vida, constituye el más punzante problema del hombre y el mayor de los absurdos. Anhelamos una vida sin límite como máxima aspiración humana y nos sentimos profundamente frustrados cuando no obtenemos una explicación satisfactoria. ¿Es la muerte un final o un comienzo? ¿Nos espera otra vida o la nada? Y ante ella, ¿sentimos miedo, indiferencia, rebeldía, náusea o la esperamos con la serena esperanza de la inmortalidad?
Cristo resucitado es la única respuesta segura al interrogante de la muerte. Él es la razón última de nuestro vivir, morir y esperar. Así como Él se hizo igual en todo a nosotros y pasó por el trance de la muerte para alcanzar la vida eterna, el discípulo tiene que recorrer el mismo itinerario. Nosotros, estar incorporados a Él en su muerte y resurrección, participamos también por herencia de la vida futura. Si nuestra esperanza en Cristo acabara con la vida presente seríamos los seres más desgraciados, dice san Pablo.
Este día no debe estar impregnado por la tristeza o la melancolía, sino por un recuerdo esperanzador. La fe nos da la certeza de la comunión con nuestros seres queridos y la esperanza de que poseen ya la vida verdadera.
Jesús dijo:”Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá y no morirá para siempre”. La vida no termina, se transforma. Gracias a Cristo resucitado no somos seres para la muerte sino para la vida. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, afirmó Jesús. Hoy proclamamos con mucha fe y esperanza: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, noviembre 2 del año 2014

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Mateo 22, 34-40

Los fariseos se reunieron al saber que Jesús había hecho callar a los saduceos,  y uno, que era maestro de la ley, para tenderle una trampa, le preguntó: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley? Jesús le dijo: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Éste es el más importante y el primero de los mandamientos. Pero hay un segundo, parecido a éste; dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas.

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AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO

Un fariseo pregunta a Jesús:"Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?”. Y Jesús le responde resumiéndolo en un solo mandamiento centrado en el amor a Dios y al prójimo. La ley mosaica constaba de 613 preceptos y no había aspecto de la vida que escapara al yugo de alguna norma. A Dios debemos servir y amar con todo el corazón, el alma y el ser. Jesús nos dice también: "Ámense unos a otros como yo los amé; así serán mis discípulos”.
El cristianismo consiste en amar a Dios cumpliendo sus mandatos y haciendo su voluntad a través de nuestros hermanos, especialmente los pobres y necesitados. Amar a Dios sin amar al hombre es algo ilusorio, pues Dios se encarna en el hermano.
"Dios es amor" afirma san Juan, y como amor se ha revelado al salir al encuentro del hombre en la persona de Cristo. A su vez, el hombre, como imagen de Dios, se define también como un ser hecho para amar y ser amado.
Pero mientras permitamos la tiranía de los ídolos como la codicia, el egoísmo, el poder, el orgullo, la violencia, el sexo, la injusticia, etc., no seremos capaces de amar al Dios vivo y verdadero ni a los hermanos. Estos ídolos nos cierran el corazón y nos esclavizan.
San Pablo nos dice que el amor todo lo cree, todo lo espera, todo lo perdona, no es envidioso, todo lo soporta, no piensa mal, se alegra con el bien del otro... Y Jesús nos dice que debemos amar especialmente a los pobres y necesitados.
Para ser testimonios del Evangelio del amor es necesario mostrar el cristianismo como la religión del sí, positiva y abierta a la vida, a la fraternidad, a la solidaridad, que nos lleva a decir no al egoísmo rompiendo su cerco de estéril idolatría, incompatible con la celebración del amor de Dios. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, octubre 26 del año 2014

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Mateo 22, 15-21

Después de esto, los fariseos fueron y se pusieron de acuerdo para hacerle decir a Jesús algo que les diera motivo para acusarlo.  Así que mandaron a algunos de sus partidarios, junto con otros del partido de Herodes, a decirle: Maestro, sabemos que tú dices la verdad, y que enseñas de veras el camino de Dios, sin dejarte llevar por lo que diga la gente, porque no hablas para darles gusto.  Danos, pues, tu opinión: ¿Está bien que paguemos impuestos al emperador romano, o no?  Jesús, dándose cuenta de la mala intención que llevaban, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tienden trampas?  Enséñenme la moneda con que se paga el impuesto. Le trajeron un denario,  y Jesús les preguntó: ¿De quién es ésta cara y el nombre que aquí está escrito?  Le contestaron: Del emperador. Jesús les dijo entonces: Pues den al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios.

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DIOS O EL CÉSAR: un dilema difícil

Los fariseos preguntaron a Jesús si era lícito pagar el impuesto al césar (el emperador) o no. Cualquier respuesta, afirmativa o negativa, podía crearle a Jesús problemas con la autoridad religiosa o civil.
Jesús no cae en la trampa y les pide que le muestren una moneda con la imagen del césar y les dice: "Den al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios". La solución que da Jesús no contrapone el césar a Dios, ni lo temporal a lo espiritual, ni lo político a lo religioso o la autoridad civil al Reino de Dios, sino que, reconociendo la autonomía del poder civil, establece una jerarquía de términos que prima a Dios sobre el césar.
El "dar a Dios lo que es de Dios" es lo primero y de ahí se origina el fundamento y la obligación también de "dar al césar lo que es del césar". Cada uno tiene su lugar propio con la debida subordinación al Reino de Dios.
Frente a la autoridad Jesús mantuvo una actitud de lealtad, sin dejar de ser crítica. En su respuesta Jesús no sacraliza la autoridad del poder civil, pero sí le reconoce su derecho y presenta la  obediencia como un deber de los ciudadanos. Para Él lo importante es que reconozcamos a Dios como único Señor, pues es en el ser humano donde Dios ha estampado su imagen. Si el ser humano es imagen de Dios, entonces éste debe reconocer a Dios como su Señor y no utilizarlo para alcanzar otros intereses. Queda así desautorizada cualquier pretensión de dominio absoluto sobre el pueblo, la tierra y el ser humano.
A Dios demos lo que es suyo y a la autoridad civil la obediencia y colaboración debidas. Debemos ser los mejores ciudadanos reconociendo que el Reino de Dios tiene primacía absoluta en nuestra vida. Un creyente no fomenta leyes que aprueben el divorcio o el aborto, o que conduzcan a la injusticia y la explotación del pobre, pues esto no está en los planes de Dios. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, octubre 19 del año 2014

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Mateo 22, 1-14

Jesús comenzó a hablarles otra vez por medio de parábolas. Les dijo: Sucede con el reino de los cielos como con un rey que hizo un banquete para la boda de su hijo.  Mandó a sus criados que fueran a llamar a los invitados, pero éstos no quisieron asistir.  Volvió a mandar otros criados, encargándoles: “Digan a los invitados que ya tengo preparada la comida. Mandé matar mis reses y animales engordados, y todo está listo; que vengan al banquete.”  Pero los invitados no hicieron caso. Uno de ellos se fue a sus terrenos, otro se fue a sus negocios,  y los otros agarraron a los criados del rey y los maltrataron hasta matarlos.  Entonces el rey se enojó mucho, y ordenó a sus soldados que mataran a aquellos asesinos y quemaran su pueblo.  Luego dijo a sus criados: “El banquete está listo, pero aquellos invitados no merecían venir.  Vayan, pues, ustedes a las calles principales, e inviten al banquete a todos los que encuentren.”  Los criados salieron a las calles y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y así la sala se llenó de gente. Cuando el rey entró a ver a los invitados, se fijó en un hombre que no iba vestido con traje de boda.  Le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí, si no traes traje de boda?” Pero el otro se quedó callado.  Entonces el rey dijo a los que atendían las mesas: “Átenlo de pies y manos y échenlo a la oscuridad de afuera. Entonces vendrán el llanto y la desesperación.”  Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos.

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INVITADOS A LA FIESTA DE BODAS

En un banquete de bodas abunda la comida, la bebida y hay gran alegría por los deseos cumplidos de los nuevos esposos. Al banquete de la parábola que Jesús nos presenta hoy fueron invitadas varias personas que por diversas razones se excusaron para no asistir; incluso maltratan y asesinan a los mensajeros del rey, quien destruye la ciudad e invita a otros comensales.
El Reino de Dios es una fiesta a la cual estamos invitados y cuyas puertas se abren para todos. Infortunadamente abundamos en excusas y por la ceguera de nuestros intereses nos autoexcluimos de la fiesta. Tal negativa a Dios es negación al amor ya la fraternidad.
Para entrar al banquete se necesita un traje especial que comporta convertir la mente, el corazón y la vida; implica tener alma de pobres, libre de esclavitudes y estar disponibles para enjugar las lágrimas de los adoloridos. “Dios colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos” (Lc 1, 53).
Dios está siempre dispuesto a cubrirnos con el vestido nuevo del hijo pródigo que es su amor de Padre, su perdón y a contarnos entre sus elegidos. La invitación de Dios es insistente, pero muchas veces la rechazamos por andar tan ocupados en nuestras cosas: negocios, viajes, placeres, intereses. Es una invitación que otras personas sencillas y pobres están acogiendo con gozo en los cruces de los caminos de nuestra vida.
La Eucaristía es el banquete del Reino que anticipa el festín mesiánico. Por eso nuestras eucaristías no deben ser monótonas, tristes o pesadas, sino alegre participación en la fiesta de Dios y de los hermanos. ¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero! El Señor nos reserva un puesto de honor en la vida y en la mesa fraternal del banquete de su Reino donde el cuerpo de Cristo es nuestro pan. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, octubre 12 del año 2014

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Mateo 21, 33-43

Escuchen otra parábola: El dueño de una finca plantó un viñedo y le puso un cerco; preparó un lugar donde hacer el vino y levantó una torre para vigilarlo todo. Luego alquiló el terreno a unos labradores y se fue de viaje. Cuando llegó el tiempo de la cosecha, mandó unos criados a pedir a los labradores la parte que le correspondía. Pero los labradores echaron mano a los criados: golpearon a uno, mataron a otro y apedrearon a otro. El dueño volvió a mandar más criados que al principio; pero los labradores los trataron a todos de la misma manera. Por fin mandó a su propio hijo, pensando: “Sin duda, respetarán a mi hijo.” Pero cuando vieron al hijo, los labradores se dijeron unos a otros: “Éste es el que ha de recibir la herencia; matémoslo y nos quedaremos con su propiedad.” Así que lo agarraron, lo sacaron del viñedo y lo mataron. Y ahora, cuando venga el dueño del viñedo, ¿qué creen ustedes que hará con esos labradores? Le contestaron: Matará sin compasión a esos malvados, y alquilará el viñedo a otros labradores que le entreguen a su debido tiempo la parte de la cosecha que le corresponde. Jesús entonces les dijo: ¿Nunca han leído ustedes las Escrituras? Dicen: “La piedra que los constructores despreciaron se ha convertido en la piedra principal. Esto lo hizo el Señor, y estamos maravillados.” Por eso les digo que a ustedes se les quitará el reino, y que se le dará a un pueblo que produzca la debida cosecha.

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LA VIÑA ES NUESTRA PERSONA

Un propietario arrendó su viña a unos labradores. A su tiempo envió mensajeros a reclamar su parte de los frutos, pero fueron maltratados. Incluso envió a su propio hijo, quien fue asesinado. El dueño de la viña es Dios, que ha puesto en ella cariño y esperanza; la viña es nuestra vida, nuestra persona, nuestras facultades; los criados son los que rechazan el mensaje de Dios; el hijo es Cristo.
La ausencia del dueño no significa que Dios se desentiende de nosotros, sino que nos da un tiempo para que tomemos conciencia y asumamos nuestra tarea y misión con autonomía y responsabilidad. Esta parábola es también una invitación a la conversión y a la apertura del corazón para saber reconocer y acoger a Jesús como el Hijo de Dios.
Hoy también hay viñadores homicidas, que cometen el mal, rechazan a Dios y promueven la muerte. Quien despoja a los pobres de sus pertenencias los priva de sus derechos, actúa injustamente con ellos y los condena a la muerte.
También a nosotros Dios nos confió con cariño una viña dotada de dones, pero sobre todo nos confió nuestra persona para que la cuidemos y sepamos hacerla fructificar evitando los agrazones del orgullo, la injusticia y la violencia. Hay acciones que nos impiden construirla digna y gozosamente, y hay quien se siente incapaz de desarrollar su potencial, sus energías. Unos, por su lado, construyen sólo su mundo exterior, dejando su alma vacía, y otras lo construyen de manera falsa, basados en la apariencia, fracasando así como seres humanos.

La destrucción o la muerte de Dios en nuestra vida tiene más influencia de lo que pensamos. Por eso necesitamos construir la vida sobre bases firmes y de manera digna y responsable, acogiendo a Dios y a su Palabra. Así, de nuestra viña brotarán el pan y el vino nuevos, signo de la fiesta. ¿Desperdiciamos los dones que Dios nos ha dado? J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, octubre 5 del año 2014

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Mateo 21, 28-32

Jesús les preguntó: ¿Qué opinan ustedes de esto? Un hombre tenía dos hijos, y le dijo a uno de ellos: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viñedo.”  El hijo le contestó: “¡No quiero ir!” Pero después cambió de parecer, y fue.  Luego el padre se dirigió al otro, y le dijo lo mismo. Éste contestó: “Sí, señor, yo iré.” Pero no fue.  ¿Cuál de los dos hizo lo que su padre quería? El primero  contestaron ellos. Y Jesús les dijo: Les aseguro que los que cobran impuestos para Roma, y las prostitutas, entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos.  Porque Juan el Bautista vino a enseñarles el camino de la justicia, y ustedes no le creyeron; en cambio, esos cobradores de impuestos y esas prostitutas sí le creyeron. Pero ustedes, aunque vieron todo esto, no cambiaron de actitud para creerle.

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CUANDO LA PALABRA NO ES CREÍBLE

Un hombre que tenía dos hijos dijo al primero: "Hijo, ve a trabajar en mí viña", y éste le contestó:"No quiero", pero recapacitó y fue. Al segundo le dijo lo mismo y éste le respondió: "Por supuesto, señor", pero no fue. ¿Quién cumplió la voluntad del Padre?
Una de las cosas que más deteriora la vida, las relaciones personales y la comunicación, es la pérdida de fiabilidad de la palabra, pues ésta ya no es expresión de compromiso ni de honor, sino que, por la falta de su cumplimiento, sólo genera temor y desconfianza.
Lo importante no es la obediencia aparente, ni las falsas promesas, sino la conducta recta y el deseo inquebrantable de cumplir la voluntad interior. Quien honra a Dios no es el que observa unos ritos externos, sino el que cumple su voluntad.
¿De qué sirve pronunciar el Credo sí nos falta un mínimo de esfuerzo por seguir a Jesucristo? ¿De qué sirve que los esposos digan "sí" en el altar y luego no sean fieles? ¿De qué sirve darnos la paz, si luego somos violentos? La verdadera fe la viven aquellos que traducen en hechos el Evangelio. Más importante que confesarnos cristianos es esforzarnos por serlo en la realidad. La fe es un proceso que se vive día a día.
La conducta de los fariseos que dijeron sí a Dios y luego no se convirtieron representa una actitud hipócrita y vana. Mientras que los recaudadores de impuestos y las prostitutas, que inicialmente dijeron no a Dios, son los que acogen la última invitación y cumplen la voluntad del Padre. "Los últimos serán los primeros" quiere decir que los publicanos y las prostitutas (los necesitados de Dios y no los prepotentes y autosuficientes) irán por delante en el camino del Reino.
¿Quién duda que los indeseables, los desechables, los enfermos de sida... puedan preceder a no pocos cristianos y ser los primeros en el Reino? Ellos también deben saber que Jesús sigue siendo su amigo. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, septiembre 28 del año 2014

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Mateo 18, 21-22

Entonces Pedro fue y preguntó a Jesús: Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete?  Jesús le contestó: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

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¿PERDONAR ES POSIBLE?

Jesús, respondiendo a Pedro por la pregunta de cuántas veces se debe perdonar, nos dice que el perdón de las ofensas debe ser ilimitado.
Pero, ¿por qué el perdón sin límite? Jesús lo explica con la parábola del deudor despiadado, el cual habiendo sido perdonado por su amo, luego no perdono a su compañero deudor, a pesar de sus súplicas. Esta parábola es fácil de entender pero difícil de practicar cuando la fe y el amor son débiles y el deseo de venganza es fuerte.
Nosotros somos ese deudor insolvente ante Dios, quien, no obstante, perdona nuestra deuda porque hemos sido redimidos por Cristo. Y para ser perdonados por Dios necesitamos primero perdonar a quien nos ofende.
Podemos pensar, sin embargo, que el perdón es una actitud de gente frustrada. Pero no, el perdón no es propio de un idealismo ingenuo, sino de un espíritu lúcido y realista. Nuestra convivencia no sería posible si elimináramos la mutua tolerancia. Debemos aceptarnos y perdonamos si no queremos destruirnos. Quien no perdona se castiga a sí mismo y se hace daño aunque él no lo quiera. El odio es como el cáncer que corroe a la persona y le quita energías para rehacer su vida. Al liberarnos del odio nos reconciliamos con nosotros mismos, recuperamos la paz y la vida comienza de nuevo.
"¿Es que tengo que ser tonto para ser bueno?", nos cuestionamos constantemente, y hacemos de la venganza un placer y del odio rencoroso la actitud del más débil. Y lo que demuestra grandeza de espíritu y madurez humana es la reconciliación. Sí, es grande el placer de la revancha, pero más sublime es la experiencia de perdonar y ser perdonado.
Jesús perdonó a todos, venciendo el mal con el bien, el odio con el amor. Hay quienes viven distanciados de los demás, incluso de sus seres queridos, porque no saben perdonar. ¡Qué triste es pasar toda una vida sin reconciliarse! J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, septiembre 14 del año 2014

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Mateo 18, 15-20

Si tu hermano te hace algo malo, habla con él a solas y hazle reconocer su falta. Si te hace caso, ya has ganado a tu hermano.  Si no te hace caso, llama a una o dos personas más, para que toda acusación se base en el testimonio de dos o tres testigos.  Si tampoco les hace caso a ellos, díselo a la comunidad; y si tampoco hace caso a la comunidad, entonces habrás de considerarlo como un pagano o como uno de esos que cobran impuestos para Roma. Les aseguro que lo que ustedes aten aquí en la tierra, también quedará atado en el cielo, y lo que ustedes desaten aquí en la tierra, también quedará desatado en el cielo. Esto les digo: Si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre que está en el cielo se lo dará. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

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LA CORRECCIÓN FRATERNA

Nuestras comunidades no están formadas por ángeles, sino por hombres y mujeres que, entre limitaciones y flaquezas, caminan juntos hacia Dios. De ahí que, cuando se constata que alguien ha actuado de manera injusta o desleal, la comunicación se bloquea.
La Escritura nos dice que cuando fallamos, se hace necesaria la corrección fraterna como medio de conversión. Y dado que, como hijos de Dios, tenemos una responsabilidad mutua y compartida, debemos corregir a quien se equivoca, de lo contrario, dice Jesús; seremos juzgados por nuestra omisión.
Pero en la corrección fraterna hay que evitar el desprestigio de la persona y buscar siempre su bien; no basarnos sólo en suposiciones, sino siempre en datos verídicos.
A veces, para eludir el problema, decimos: "La situación no tiene remedio; genio y figura hasta la sepultura; ¿para qué tener un enemigo más?" Y peor aún cuando  murmuramos a sus espaldas o le echamos en cara su pecado. O cuando le quitamos el saludo y la amistad o lo marginamos. No fue ésta la actitud del buen pastor con la oveja perdida; por el contrario, fue a buscarla y, una vez hallada, la trató con cariño y comprensión.
La corrección fraterna, por tanto, debe ser un diálogo basado en el amor, la ternura y el respeto. Debernos tener siempre una actitud cordial, cálida y tolerante en nuestros grupos, familias o compañeros de trabajo. Hay que liberarse de los prejuicios y de las cosas que nos cierran y nos hacen daño.
Debemos seguir creyendo en los amigos, en el esposo, en la esposa, en los hermanos, sin dejar de ser críticos para ayudarles a salir de su error.
¡Cuánto bien se puede hacer cuando se corrige con delicadeza! Es importante no herir la sensibilidad de quien se equivoca. De esta forma, la persona podrá reflexionar y enmendar su error. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, septiembre 7 del año 2014

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Mateo 16, 21-27

A partir de entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que él tendría que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley lo harían sufrir mucho. Les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: ¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Esto no te puede pasar!  Pero Jesús se volvió y le dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás, pues eres un tropiezo para mí! Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres.  Luego Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame.  Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida? ¿O cuánto podrá pagar el hombre por su vida? Porque el Hijo del hombre va a venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno conforme a lo que haya hecho.

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LIBRES PARA AMAR SIN MEDIDA

Jesús nos enseñó con su ejemplo que la vida brota del servicio, la caridad, el sacrificio y de la renuncia. El grano no puede convertirse en fruto si no cae en tierra y muere. El Señor no nos pide un sufrimiento inútil (masoquismo), sino que, sin claudicar ante la dificultad y el sufrimiento, nos quiere libres para amar sin medida, logrando una mayor madurez y plenitud humana.
Después de amonestar la oposición del apóstol Pedro ante el anuncio de su pasión y muerte, el Señor nos dice que hay que negarse a sí mismo, cargar la cruz y seguirlo. "Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la encontrará". Perder la vida significa emplearla mal, desperdiciarla, viviendo sólo para sí con egoísmo. Ganar la vida es saber utilizarla para el bien, bus cando la salvación sin tener miedo de arriesgarlo todo por Jesús. Necesitamos optar siempre por lo que es bueno, justo y agradable a Dios, apreciando los valores del espíritu.
Asumir la cruz y la renuncia personal no es seguir una moral de esclavos ni un atentado a la autonomía, sino la liberación de nuestro yo egoísta y mezquino para abrirnos al servicio y a la solidaridad.
Lo que agrada a Dios es la actitud con que una persona asume las cruces que nacen de la fidelidad al seguimiento de Cristo, quien no eludió el sufrimiento, la muerte y la cruz. ¿Qué decir de los que rechazan el sacrificio, sacando de casa a los ancianos para evitar conflictos y vivir cómodamente? ¿Y de quienes suprimen la vida de los niños porque "estorban" la tranquilidad de sus progenitores? ¿De los insensibles ante los derechos de las personas y de los que buscan sólo el placer, el aplauso, el triunfo y el tener? ¿No estarán desperdiciando con esas actitudes su vida? J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 31 del año 2014

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Mateo 16, 13-20

Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?  Ellos contestaron: Algunos dicen que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros dicen que Jeremías o algún otro profeta. Y ustedes, ¿quién dicen que soy? les preguntó. Simón Pedro le respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Entonces Jesús le dijo: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a construir mi iglesia; y ni siquiera el poder de la muerte podrá vencerla. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que tú ates aquí en la tierra, también quedará atado en el cielo, y lo que tú desates aquí en la tierra, también quedará desatado en el cielo. Luego Jesús ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

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¿QUIEN ES JESÚS PARA MÍ?

Jesús quiere saber qué piensa la gente de Él y qué piensan sus discípulos, para ver si su proceder es el adecuado y responde a lo que Dios quiere. Pedro lo reconoce como el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús le responde con una felicitación y le da el encargo de ser la roca sobre la cual fundará la Iglesia.
¿Quién es Jesús para mí, hoy? No todos tenemos la misma imagen de Jesús. Nos hacemos una imagen de Él a partir de nuestros intereses, de nuestra psicología, del medio social y de nuestra formación religiosa. Una imagen empobrecida, parcial, deformada o falsa de Jesús nos llevará a una vivencia pobre, limitada, incompleta o falsa de la fe y de la vida.
¿Jesús para mí es esa persona que vivió hace más de dos mil años, que hizo algunos prodigios, que dijo muchas verdades y que por ir en contra de la estructura religiosa y política de su tiempo fue sometido a juicio, crucificado y muerto? ¿O es Aquel que resucitó, que vive hoy en mi corazón, que es mi amigo, que me va diciendo lo que debo hacer y lo que debo evitar, que me acompaña y me ayuda, que se da en alimento y se entrega por mí en la Eucaristía? ¿Es para mí el camino que debo seguir, la verdad ante tanta mentira, la vida que me entusiasma, que llena mi existencia y le da sentido para que yo no viva en vano?
La imagen que demos de Cristo es decisiva para que el mundo crea en Él, sobre todo con nuestra vida iluminada por su persona y orientada al amor, al servicio y la solidaridad.
En un mundo invadido por ídolos y promesas engañosas, ¿confesamos a Jesús como Hijo de Dios y único salvador del hombre? A quién otro podemos seguir que no nos defraude, si sólo Él tiene palabras de vida eterna. Lo creemos resucitado y estamos seguros que vive con nosotros por medio de su Espíritu. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 24 del año 2014

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Mateo 15, 21-28

Jesús se dirigió de allí a la región de Tiro y Sidón. Y una mujer cananea, de aquella región, se le acercó, gritando: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! ¡Mi hija tiene un demonio que la hace sufrir mucho! Jesús no le contestó nada. Entonces sus discípulos se acercaron a él y le rogaron: Dile a esa mujer que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros. Jesús dijo: Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Pero la mujer fue a arrodillarse delante de él, diciendo: ¡Señor, ayúdame! Jesús le contestó: No está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros. Ella le dijo: Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces le dijo Jesús: ¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres. Y desde ese mismo momento su hija quedó sana.

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¡MUJER, QUÉ GRANDE ES TU FE!

Una mujer cananea sale tras de Jesús suplicándole: "Ten compasión de mí, Señor, mi hija tiene un demonio que la atormenta”. Jesús no le responde, pero los discípulos intervienen a favor de ella. Y la respuesta de Jesús es desconcertante: "Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. No obstante, por el desenlace, se infiere que Cristo nunca rechazó la fe dondequiera que la encontraba.
Es imposible no conmoverse ante la humildad y la fe de aquella mujer que amaba tanto a su hija. La mujer insiste, no se amilana y reitera su petición. Jesús se rinde ante la humildad de esta mujer, reconoce con admiración la fe de esta pagana y la propone como modelo para los creyentes. La acoge, a pesar de ser pagana, y está siempre abierto a las necesidades de todos, sin distinción de clase, raza o condición social.
En la actitud de la mujer cananea descubrimos un modelo de oración que en la Iglesia se conoce como "de súplica", que está centrada, por la fe, en la persona de Jesús, el Señor y Mesías. Es una súplica dinámica, orientada a la ayuda del prójimo, su hija en este caso.
Su oración reúne las condiciones que Cristo propone a los fieles: humildad, confianza y perseverancia. La grandeza de su fe suplicante radica en su actitud personal: el reconocimiento de la identidad de Jesús, el "Señor".
La oración hecha con auténtica fe es diálogo con Dios, es apertura a la fraternidad humana y a los problemas de los que sufren por diversos motivos; es bendición y alabanza a Dios y es también súplica de quien se reconoce frágil ante el Señor y necesitado de su amor, de su gracia, de la fuerza del Espíritu y de muchos dones y favores. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 17 del año 2014

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Mateo 14, 25-33

A la madrugada, Jesús fue hacia ellos caminando sobre el agua. Cuando los discípulos lo vieron andar sobre el agua, se asustaron, y gritaron llenos de miedo: ¡Es un fantasma!. Pero Jesús les habló, diciéndoles: “¡Calma, Soy yo: no tengan miedo!”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua”. “¡Ven!” dijo Jesús. Pedro entonces bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: “¡Sálvame, Señor!”. Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: “¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca se pusieron de rodillas delante de Jesús, y le dijeron: “¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!”

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¿POR QUÉ TENEMOS MIEDO?

Todos experimentamos temores y angustias en nuestra vida. Sentimos miedo y desconfianza de nosotros mismos, de la gente, de la muerte, de nuestro destino; miedo a decidirnos o a equivocarnos. Y es ante el temor que escuchamos la voz cálida de Jesús, que nos dice: "Ánimo, yo estoy contigo, no tengas miedo".
Para creer en Dios, dice la Escritura, es importante desechar nuestras seguridades tan "razonables", dejar la tierra firme y caminar sobre las olas en medio de las tempestades de la vida. Jesús nos brinda una confianza y certeza superiores a toda seguridad humana y que no tienen nada que ver con las especulaciones de nuestro egoísmo. Cuando desaparecen de nuestra vida los signos de Dios o falla el amor, la amistad, la fidelidad, no hay respeto por la vida y la justicia; cuando el bien y la verdad desaparecen y nos golpea una enfermedad o un accidente, entonces surgen las crisis de fe, nos domina el miedo y aparece la desconfianza. En esas circunstancias es justo el momento en que debemos decir como Pedro:"¡Sálvame, Señor!".
¿Por qué hemos dudado? Nos pregunta Jesús. Y  respondemos: porque no tenemos la fe suficiente, y si somos sinceros, debemos confesar que hay una gran distancia entre el creyente que profesamos ser y el que somos en realidad.
Cuando un creyente, acosado por el miedo como Pedro, grita: "Sálvame, Señor", todo cambia en el fondo de su corazón y se despierta la confianza en Dios. Dios es la mano amiga que nadie puede quitarnos. La fidelidad y la misericordia de Dios están por encima de todo, incluso por encima de toda fatalidad o culpa. Lo importante es saber levantar nuestras manos hacia Dios como gesto de súplica y con entrega confiada.
Mateo nos describe hoy la verdadera fe al presentar a Pedro caminando sobre las aguas, acercándose a Jesús. Necesitamos apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones o seguridades. J.M.

Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 10 del año 2014

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