Los letrados, que presenta el Evangelio de hoy,
comentaban la Escritura con base en citas y casuística, cargando pesados fardos
a la gente. Hablaban sólo para ser aplaudidos. En cambio el estilo de Jesús era liberador y anunciaba una buena
noticia. La gente notó la diferencia, por eso lo escuchaba con gusto. Todo
lo que decía Jesús estaba respaldado por su vida, por su ejemplo. Era la base
de su autoridad.
A la enseñanza de Jesús sigue el milagro de la
liberación de un poseso, mostrando así su autoridad también sobre los demonios.
Al preguntársele sobre su autoridad
Cristo se remite al testimonio de sus obras, que probaban su identidad
mesiánica.
El poder abre puertas, llena bolsillos, impone,
pero si no es servicio, no sirve para hacer mejores y más libres a las
personas. El carisma, en cambio, no se
atribuye poderes, libera al hombre, no esclaviza.
Jesús,
quien "no tiene autorización legal" para enseñar o sanar, realiza
acciones en favor de los sufrientes y los marginados. Sus obras son un servicio
humilde a los enfermos, a los pobres y a los oprimidos por el pecado. Él vino a
servir y a rescatar lo perdido. Todo lo que decía y hacía era creíble porque
estaba respaldado por su vida y su comportamiento.
Si no somos testimonio de lo que decimos nunca
seremos creíbles, no tendremos autoridad y nadie nos hará caso. Ni nuestros
hijos, ni nuestros alumnos, ni nuestros oyentes. ¿Los padres de familia hablan
con la autoridad del testimonio frente a los hijos? Los jefes de grupo, los directores,
¿con qué autoridad hablan? Lo que les decimos ¿está respaldado por nuestro
comportamiento?
El reto de
nuestra época es anunciar el Reino, no sólo con palabras sino con hechos,
no de formó ideológica sino con una práctica liberadora, no con la amenaza sino
con la bondad y la misericordia. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, febrero 1 del año 2015