Jesús hoy se nos presenta como un hombre solidario
que conoce el sufrimiento, el hambre y las aspiraciones del ser humano. Sabe
que necesita alimento para su cuerpo y para su corazón. Por eso, al ver delante
de si un numeroso grupo de personas que tienen hambre realiza ese maravilloso
prodigio de la multiplicación de los panes.
Jesús no quiere calmar solamente el hambre físico,
sino manifestarse también como el alimento que sacia todo tipo de hambre. Él es
el pan vivo bajado del cielo.
En cada misa celebramos la “multiplicación de los
panes”, donde Cristo se da como pan de vida para saciar el hambre de la
comunidad y de toda persona.
Es urgente compartir más y mejor la fe, el amor, el
pan y la riqueza del mundo, porque también hoy la gente tiene hambre y no sólo
del pan material, sino hambre de autenticidad, de felicidad, de justicia, de
paz, de dignidad, de derechos humanos; hambre de ternura y de amor auténtico.
Multiplicar hoy el pan para los pobres supone hacer
primero el milagro de amar. Hay un pan que siempre todos podemos dar y que
nadie rechaza: es el pan del amor.
Jesús no solamente sacó de pan material a aquellas
personas hambrientas físicamente, sino que se entregó a sí mismo como alimento
que sacia toda clase de hambre.
Jesús se compadeció de la gente extenuada y
repartió en abundancia el pan del Reino a los pobres. Él invita también a su
mesa eucarística a todos sus hijos como hermanos que participamos del mismo pan
familiar.
Sólo cuando reconocemos que nuestros bienes son don
del Padre a la humanidad podemos ponerlos al servicio de nuestros hermanos. ¿A
quiénes invito a mi mesa? ¿A quiénes excluyo y por qué? J.M
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, julio 26 del año 2015