La escena del evangelio nos presenta un juicio
público y universal. Ante el Juez, el Hijo del hombre, aparecen en dos grupos
todas las naciones cuyo comportamiento ha sido diverso. La sentencia se
pronuncia en forma de bendición o maldición y significa heredar el Reino o ser
excluidos de él.
El examen final será sobre el amor o la indiferencia
realizados con la persona necesitada. Lo que hacemos o dejamos de hacer a los
pobres, a los pequeños, a los hambrientos, enfermos, encarcelados, es lo que
cuenta y tiene validez a los ojos y el juicio de Dios. Hay que saber descubrir
el rostro de Dios en cada uno de ellos. De nada serviría que hiciéramos obras
de caridad y, por otro lado, actuar de forma injustos con los pobres o dar mal
ejemplo a los pequeños (débiles de fe).
También las estructuras sociales, las relaciones
entre las naciones, etc., tienen que ver con el Reino y con el proyecto de
Dios, y serán sometidas al juicio divino. Los pobres tienen mucho que decir
sobre la indiferencia, la frivolidad y la crueldad de quienes acumulan los
bienes y niegan su acceso a los necesitados.
Si hemos puesto nuestra vida al servicio de los
pobres y adoloridos del alma o del cuerpo, para que encuentren alivio y
consuelo; si nos hemos esforzado por ver a Dios en ellos ayudándoles a llevar
la cruz de sus sufrimientos, en el día del juicio escucharemos las consoladoras
palabras de Jesús:"Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me
dieron de comer...”
No se trata de practicar de vez en cuando alguna
obra de misericordia que tranquilice nuestra conciencia, sino de una actitud de
fe y amor que perdure. Cada domingo debemos repetir conscientemente, en nuestra
profesión de fe: "Creemos que el Señor vendrá de nuevo con gloria para
juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin". B.C.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, noviembre 23 del año 2014