La muerte
es una realidad que experimentamos con frecuencia. Su anuncio en la enfermedad,
en la vejez, en los accidentes y en todo lo que es negación de la vida,
constituye el más punzante problema del hombre y el mayor de los absurdos.
Anhelamos una vida sin límite como máxima aspiración humana y nos sentimos
profundamente frustrados cuando no obtenemos una explicación satisfactoria. ¿Es
la muerte un final o un comienzo? ¿Nos espera otra vida o la nada? Y ante ella,
¿sentimos miedo, indiferencia, rebeldía, náusea o la esperamos con la serena
esperanza de la inmortalidad?
Cristo
resucitado es la única respuesta segura al interrogante de la muerte.
Él es la razón última de nuestro vivir, morir y esperar. Así como Él se hizo
igual en todo a nosotros y pasó por el trance de la muerte para alcanzar la
vida eterna, el discípulo tiene que recorrer el mismo itinerario. Nosotros,
estar incorporados a Él en su muerte y resurrección, participamos también por
herencia de la vida futura. Si nuestra esperanza en Cristo acabara con la vida
presente seríamos los seres más desgraciados, dice san Pablo.
Este día no debe estar impregnado por la tristeza o
la melancolía, sino por un recuerdo esperanzador. La fe nos da la certeza de la
comunión con nuestros seres queridos y la esperanza de que poseen ya la vida
verdadera.
Jesús dijo:”Yo
soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá y
no morirá para siempre”. La vida no termina, se transforma. Gracias a
Cristo resucitado no somos seres para la muerte sino para la vida. Dios no es un Dios de muertos sino de
vivos, afirmó Jesús. Hoy proclamamos con mucha fe y esperanza: "Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro". J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, noviembre 2 del año 2014