En un banquete de bodas abunda la comida, la bebida
y hay gran alegría por los deseos cumplidos de los nuevos esposos. Al banquete
de la parábola que Jesús nos presenta hoy fueron invitadas varias personas que
por diversas razones se excusaron para no asistir; incluso maltratan y asesinan
a los mensajeros del rey, quien destruye la ciudad e invita a otros comensales.
El Reino
de Dios es una fiesta a la cual estamos invitados y cuyas puertas se abren para
todos. Infortunadamente abundamos en excusas y por la
ceguera de nuestros intereses nos autoexcluimos de la fiesta. Tal negativa a
Dios es negación al amor ya la fraternidad.
Para entrar al banquete se necesita un traje especial
que comporta convertir la mente, el corazón y la vida; implica tener alma de
pobres, libre de esclavitudes y estar disponibles para enjugar las lágrimas de
los adoloridos. “Dios colma de bienes a
los hambrientos y despide vacíos a los ricos” (Lc 1, 53).
Dios está siempre dispuesto a cubrirnos con el vestido
nuevo del hijo pródigo que es su amor de Padre, su perdón y a contarnos entre
sus elegidos. La invitación de Dios es
insistente, pero muchas veces la rechazamos por andar tan ocupados en nuestras
cosas: negocios, viajes, placeres, intereses. Es una invitación que otras
personas sencillas y pobres están acogiendo con gozo en los cruces de los
caminos de nuestra vida.
La
Eucaristía es el banquete del Reino que anticipa el festín mesiánico. Por eso
nuestras eucaristías no deben ser monótonas, tristes o pesadas, sino alegre
participación en la fiesta de Dios y de los hermanos. ¡Dichosos
los invitados al banquete de bodas del Cordero! El Señor nos reserva un puesto
de honor en la vida y en la mesa fraternal del banquete de su Reino donde el
cuerpo de Cristo es nuestro pan. J.M.