Nicodemo, fariseo influyente que buscaba la
perfección en la observancia de la Ley, admiraba a Jesús y fue a visitarlo de
noche. Jesús le habló del agua, del
espíritu y de la carne; del nacer de nuevo, de la luz y las tinieblas; del amor
de Dios por el hombre, y le planteó el problema de creer o no creer. En
creer o no creer está el verdadero dilema del ser humano, del sentido o del
sinsentido de su vida. El que cree participa ya de la vida y de la gloria del
Hijo.
Hay muchas personas que no creen. El papa Francisco
nos dice que hay jóvenes que pasan su vida llenándola solamente de la
"nada, del vacío", esto es, de sinsentido... Otros se han instalado
en su finitud y organizan su vida a espaldas de Dios, en las tinieblas.
Un
creyente de verdad encuentra en su fe el mejor estímulo y la mejor orientación
para que su vida tenga sentido. Para ello necesita tener espíritu de búsqueda,
honestidad, fidelidad, verdad y justicia.
Hay una cruz que debemos asumir y con la que
podemos cargar, y es la cruz de quien procura que el otro, el hermano, no lleve
solo su cruz; es la cruz del que sufre porque ama. Es la cruz que nos da vida,
que nos salva.
La luz de
Dios es el amor, es vida nueva, vida eterna que se acerca al hombre en la
persona de Cristo para iluminarlo y salvarlo. Las obras
de las tinieblas son: violencia, injusticia, fornicación, mentira, etc., y
quien vive según la carne va a la muerte, pero si damos muerte a las obras del
cuerpo, viviremos y tendremos luz. Nicodemo estaba abierto a la luz y aquella
noche volvió a nacer y empezó una vida nueva.
Todo el que quiera vivir con honestidad, buscando
la verdad, creyendo en que Dios lo ama, no está lejos de la luz, ni de sentir
el amor de Dios, como Nicodemo. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, marzo 15 del año 2015