Cristo después de anunciar a sus discípulos su
pasión y muerte les mostró en el Tabor el resplandor de su divinidad, como un
anticipo de su resurrección. Allí Pedro, Santiago y Juan tuvieron una
experiencia singular que iluminaba y animaba su camino que parecía necedad y
locura.
En la
transfiguración Jesús es confirmado como Hijo y elegido.
Los discípulos ven su gloria, que no significaba fama, prestigio o triunfo
puramente humano, sino que era la manifestación de lo que Jesús es, es decir,
la belleza de Dios.
La transfiguración fue una experiencia tan placentera
que Pedro quería quedarse allí disfrutando de la belleza de la visión, pero que
no dispensaba de la tarea cotidiana de continuar con la misión.
La
transfiguración es la confirmación del Padre a Jesús de su filiación e
identidad. Lo que ha realizado es lo que el Padre quería y quiere. El Padre lo
reconoce como el Hijo amado, revalida el camino que sigue y enseña y lo pone
como norma de vida y de seguimiento y nos invita a escucharlo en medio de
tantas voces que invitan a abandonarlo. "Éste es mi Hijo amado,
escúchenlo". Elías y Moisés le dan razón en su vida y
camino. Su vida, su misión no están equivocadas.
Cuando nos dejamos guiar por Jesús, nos purificamos
y lo acompañamos, empieza a brillar en nosotros la luz de Dios y de su
presencia.
No necesitamos otros tesoros pues percibimos que
Dios nos acompaña, nos habla, nos protege. Cuando nos olvidamos de nosotros
mismos y nos ajotamos sirviendo a los demás y vencemos la tentación de los
apegos y rescatamos a alguien de su infierno; cuando hemos aceptado el
sufrimiento o luchado por la paz o hemos orado desde nuestro corazón y nos
hemos puesto en las manos de Dios, viene la transfiguración. Entonces todo es
Tabor, dicha y alegría. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, marzo 1 del año 2015