Nos asombra el hecho de que Jesús levantara su mano
contra los mercaderes que estaban negociando en el templo y que los echara de
allí a latigazos. Pero esta acción, por dura que parezca, no tiene más que un
fin: llamar a la conciencia de que no se puede convertir el templo (material y
espiritual) en un mercado, donde se negocia con la vida y la dignidad de las
personas.
En la purificación del templo Jesús aparece como
innovador y se pronuncia por una religión pura, limpia y quiere un culto vivo
nacido de la fe y del corazón. La asamblea litúrgica es la auténtica Iglesia de
Dios, su santuario espiritual. Y cada bautizado en el Espíritu de Jesús, es el
mismo templo de Dios. San Pablo dijo:"¿No
saben que ustedes son templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en
ustedes?"(1Co 3, 16).
Toda persona es templo de Dios ya que está hecha a
su imagen y semejanza. Por eso, destruir (profanar) un templo vivo es el mayor
sacrilegio. Sin embargo, sabemos de niños que mueren antes de nacer, de mujeres
violadas, de cuerpos mutilados, etc., todo esto es un atentado contra la máxima
creación de Dios.
El culto a Dios sin defensa de la dignidad de las
personas no es un verdadero culto. Templo, altar, ofrendas y ritos tienen un
valor cultual, pero para que haya un culto verdadero a Dios cuenta la primacía
del espíritu, del corazón y de la fe de los creyentes que alaban a Dios en
unión con Cristo.
Debemos
ser piedras vivas y dinámicas del templo. Y hay que trasladar la vida al culto
y el culto a nuestra existencia personal, laboral, familiar. Hay que respetar
el templo donde Cristo se nos da en alimento, a través de la comunión y de su
Palabra. Así podremos adorarlo, darle gracias, bendecirlo y darle culto como Él
quiere, con una religión auténtica en espíritu y en verdad. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, marzo 8 del año 2015