Jesús
dijo a sus discípulos:"En vez de despedir a la gente, denles ustedes de
comer". Y hoy Jesús nos presenta el mismo
desafío. Pero, ¿podemos multiplicar el pan para los pobres por arte de magia o
por fe? Lo que ciertamente no podemos hacer es renunciar a multiplicar el amor
y la fraternidad en nuestro alrededor mediante el compartir.
No podemos olvidar que la mejor oferta del pan
que nadie rechaza, porque no humilla, es el amor y el respeto de la dignidad de
la persona cuando se siente aceptada tal como es. Éste es quizá el pan que más
se necesita y que siempre nos es posible dar.
Y hay muchas clases de hambre y de privación:
hambre de alimento, de trabajo y vivienda, de dignidad, de cultura, de
justicia, de paz, de estima, de afecto y libertad. El hombre siente hambre de
absoluto, de plenitud, hambre de Dios, en definitiva. Y las personas hambrientas
hoy día son también los ancianos solitarios, los enfermos terminales, los niños
sin familia, las madres abandonadas, los drogadictos, etc.
Jesús no se quedó en la mera compasión por
quienes lo seguían desde hacía tres días, no se contentó con saciar el estómago
de la gente que lo buscaba y escuchaba. Consciente de que no sólo de pan vive
el hombre, se les entregará personalmente, porque sólo Él es el pan de vida que
sacia definitivamente el hambre y la sed del ser humano.
El
milagro de la multiplicación, además de signo de los tiempos mesiánicos; apunta
al sacramento de la Eucaristía como alimento del nuevo pueblo de Dios y
preanuncia el banquete del Reino inaugurado ya en la persona, obra y mensaje de
Jesús.
Nuestras eucaristías no deben ser sólo una presencia
pasiva y aislada, o solo cultual, sino celebración comunitaria, dinámica,
auténtica, prefigurada en la multiplicación de los panes y peces por Jesús. J.M.
Tomado
de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 3 del año 2014