Jesús desciende a las aguas del río Jordán para ser
bautizado por Juan. Esas aguas que son signo de lo caótico y del mal. Y Jesús
entra en ellas, se enfrenta a su turbulencia recogiendo así todo el pecado y la
miseria del mundo y de la condición humana. La misión de Jesús es quitar el
pecado que oprime al mundo.
También nosotros hemos sido bautizados como Jesús,
hemos sido ungidos por el Espíritu para anunciar la salvación, comunicando
esperanza y alegría. Pertenecemos a la familia de Dios y nos configuramos con
Cristo sacerdote, rey y profeta. Sin embargo, a veces nuestro bautismo es un
mero acto social y no nos distingue ni nos identifica como cristianos.
Ser
creyente no hace desaparecer de nuestra vida los conflictos, contradicciones y
sufrimientos propios de lo cotidiano. Pero dentro de la fe cristiana hay una
experiencia que da un sentido a todo, esto es: que Dios me ama tal como soy,
porque estoy habitado y sostenido por Él, que es amor insondable y gratuito.
Si no hacemos parte de esta experiencia, desconocemos la gratuidad y la
santidad que nos da la presencia del Espíritu Santo. El sentido, la esperanza,
la vida entera del creyente nace y se sostiene en la seguridad inquebrantable
de sentirnos amados. A cada uno hoy
también nos dice Dios:"Tú eres mi hijo amado".
¿Qué
recibimos en el bautismo? La luz que es Cristo, quien con su palabra, su
presencia y su ejemplo nos ilumina y nos invita a ser luz para los demás; el aceite con que hemos sido ungidos como
sacerdotes, reyes y profetas; la
vestidura blanca, es decir, la dignidad de hijos de Dios que debemos testificar
con nuestra palabra y ejemplo de vida. El bautismo no es una carga sino un
don inenarrable que Dios nos regala para nuestra alegría y nuestra plena
identificación como cristianos auténticos. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, enero 11 del año 2015