En las familias cristianas los niños aprenden de
labios de sus padres a hacer la señal de la cruz y a llamar a Dios Padre, Hijo
y Espíritu Santo. Así con toda naturalidad expresan el misterio más profundo de
nuestra fe. Más tarde, cuando queremos decir quién es Dios nos damos cuenta de
que apenas podemos balbucir su misterio sublime. El Espíritu de la verdad que
Jesús nos da es también Espíritu de amor, y es el amor lo que más ayuda a
conocer a las personas. Por eso, para comprender a Dios más importante que
"saber cosas" de Él, es amarlo y experimentar su paternidad, porque
Dios es la nueva y más gratificante dimensión de nuestra vida. Sólo la
experiencia de Dios dilata nuestro corazón abriéndolo a la esperanza.
Dios es Padre
de todos los hombres a quienes hace hijos suyos porque los ama; Dios es Hijo que se hace hombre para liberar a
los hombres del pecado y congregarlos en la comunidad pueblo y familia de Dios
que es la Iglesia. Dios es Espíritu
Santo, don y amor que nos santifica y nos da conciencia de nuestra adopción
filial. Este es el Dios uno y trino en quien creemos.
Somos guiados por el Espíritu de Jesús siempre que servimos
a la verdad, al cumplimiento de los derechos humanos, al amor, a la
fraternidad, a la dignidad y liberación integral del hombre. Mientras sirvamos
al bien, a la verdad, al amor y a la justicia, es el Espíritu de Dios quien nos
guía, haciéndonos hijos suyos.
Todo en la Eucaristía, desde el saludo a la
despedida, tiene sabor trinitario. ¿Qué otra finalidad debe tener nuestra vida
sino glorificar a Dios? La gloria de Dios es el hombre que tiene su vida.
Repitamos constantemente: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Agradezcamos a Dios por el amor que en Cristo nos manifestó y porque nos admite
en su familia como hijos de adopción por Cristo y por el Espíritu que nos
impulsa a llamarlo de verdad ¡Padre! J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, mayo 31 del año 2015