Nuestras comunidades no están formadas por
ángeles, sino por hombres y mujeres que, entre limitaciones y flaquezas,
caminan juntos hacia Dios. De ahí que, cuando se constata que alguien ha
actuado de manera injusta o desleal, la comunicación se bloquea.
La
Escritura nos dice que cuando fallamos, se hace necesaria la corrección
fraterna como medio de conversión. Y dado que, como
hijos de Dios, tenemos una responsabilidad mutua y compartida, debemos corregir a quien se equivoca, de lo
contrario, dice Jesús; seremos juzgados por nuestra omisión.
Pero en la corrección fraterna hay que evitar
el desprestigio de la persona y buscar siempre su bien; no basarnos sólo en
suposiciones, sino siempre en datos verídicos.
A veces, para eludir el problema, decimos:
"La situación no tiene remedio; genio y figura hasta la sepultura; ¿para
qué tener un enemigo más?" Y peor aún cuando murmuramos a sus espaldas o le echamos en
cara su pecado. O cuando le quitamos el saludo y la amistad o lo marginamos. No
fue ésta la actitud del buen pastor con la oveja perdida; por el contrario, fue
a buscarla y, una vez hallada, la trató con cariño y comprensión.
La
corrección fraterna, por tanto, debe ser un diálogo basado en el amor, la
ternura y el respeto. Debernos tener siempre una
actitud cordial, cálida y tolerante en nuestros grupos, familias o compañeros
de trabajo. Hay que liberarse de los prejuicios y de las cosas que nos cierran
y nos hacen daño.
Debemos seguir creyendo en los amigos, en el
esposo, en la esposa, en los hermanos, sin dejar de ser críticos para ayudarles
a salir de su error.
¡Cuánto
bien se puede hacer cuando se corrige con delicadeza!
Es importante no herir la sensibilidad de quien se equivoca. De esta forma, la
persona podrá reflexionar y enmendar su error. J.M.
Tomado
de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, septiembre 7 del año 2014