Jesús
nos enseñó con su ejemplo que la vida brota del servicio, la caridad, el
sacrificio y de la renuncia. El grano no puede
convertirse en fruto si no cae en tierra y muere. El Señor no nos pide un
sufrimiento inútil (masoquismo), sino que, sin claudicar ante la dificultad y
el sufrimiento, nos quiere libres para amar sin medida, logrando una mayor
madurez y plenitud humana.
Después de amonestar la oposición del apóstol
Pedro ante el anuncio de su pasión y muerte, el Señor nos dice que hay que
negarse a sí mismo, cargar la cruz y seguirlo. "Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda
por mí, la encontrará". Perder la vida significa emplearla mal,
desperdiciarla, viviendo sólo para sí con egoísmo. Ganar la vida es saber
utilizarla para el bien, bus cando la salvación sin tener miedo de arriesgarlo
todo por Jesús. Necesitamos optar siempre por lo que es bueno, justo y
agradable a Dios, apreciando los valores del espíritu.
Asumir la cruz y la renuncia personal no es
seguir una moral de esclavos ni un atentado a la autonomía, sino la liberación
de nuestro yo egoísta y mezquino para abrirnos al servicio y a la solidaridad.
Lo que agrada a Dios es la actitud con que una
persona asume las cruces que nacen de la fidelidad al seguimiento de Cristo,
quien no eludió el sufrimiento, la muerte y la cruz. ¿Qué decir de los que
rechazan el sacrificio, sacando de casa a los ancianos para evitar conflictos y
vivir cómodamente? ¿Y de quienes suprimen la vida de los niños porque "estorban"
la tranquilidad de sus progenitores? ¿De los insensibles ante los derechos de
las personas y de los que buscan sólo el placer, el aplauso, el triunfo y el
tener? ¿No estarán desperdiciando con esas actitudes su vida? J.M.
Tomado
de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, agosto 31 del año 2014