Jesús, respondiendo a Pedro por la pregunta de
cuántas veces se debe perdonar, nos dice que el perdón de las ofensas debe ser
ilimitado.
Pero, ¿por
qué el perdón sin límite? Jesús lo explica con la parábola del deudor
despiadado, el cual habiendo sido perdonado por su amo, luego no perdono a su
compañero deudor, a pesar de sus súplicas. Esta parábola es fácil de
entender pero difícil de practicar cuando la fe y el amor son débiles y el
deseo de venganza es fuerte.
Nosotros
somos ese deudor insolvente ante Dios, quien, no
obstante, perdona nuestra deuda porque hemos sido redimidos por Cristo. Y para
ser perdonados por Dios necesitamos primero perdonar a quien nos ofende.
Podemos pensar, sin embargo, que el perdón es
una actitud de gente frustrada. Pero no, el
perdón no es propio de un idealismo ingenuo, sino de un espíritu lúcido y
realista. Nuestra convivencia no sería posible si elimináramos la mutua
tolerancia. Debemos aceptarnos y perdonamos si no queremos destruirnos. Quien
no perdona se castiga a sí mismo y se hace daño aunque él no lo quiera. El odio es como el cáncer que corroe a la persona
y le quita energías para rehacer su vida. Al liberarnos del odio nos
reconciliamos con nosotros mismos, recuperamos la paz y la vida comienza de
nuevo.
"¿Es que tengo que ser tonto para ser
bueno?", nos cuestionamos constantemente, y hacemos de la venganza un
placer y del odio rencoroso la actitud del más débil. Y lo que demuestra
grandeza de espíritu y madurez humana es la reconciliación. Sí, es grande el
placer de la revancha, pero más sublime
es la experiencia de perdonar y ser perdonado.
Jesús
perdonó a todos, venciendo el mal con el bien, el odio con el amor. Hay quienes viven distanciados de los demás, incluso de sus seres queridos,
porque no saben perdonar. ¡Qué triste es pasar toda una vida sin reconciliarse!
J.M.
Tomado
de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, septiembre 14 del año 2014