Quienes ven el cumplimiento de las promesas divinas
bendicen y alaban a Dios y lo manifiestan llenos de fe y esperanza, como Simeón
y Ana que tuvieron la dicha de tener en sus brazos al Salvador, Jesús.
Después de la presentación de Jesús en el templo y
de haber cumplido con lo que prescribe la ley del Señor, María, José y el Niño
regresan a Nazaret y se integran a sus actividades cotidianas. Allí, en
Nazaret, Jesús crece, madura, trabaja con sus padres, se fortalece, se llena de
sabiduría y es apreciado por todos.
¡Qué
hermoso don nos ha dado Dios con la familia! Es en el hogar, en el seno
familiar, donde se experimenta más intensamente el calor humano; es el lugar
privilegiado y adecuado para vivir la gracia y el amor de Dios. De nuestros
padres recibimos el afecto, los cuidados, la ternura, las enseñanzas.
Sin embargo, constatamos que hay tantos niños sin padres, sin cariño ni amor,
deambulando por las calles, expuestos al peligro, al maltrato, al abuso... Y lo
más grave es que muchas veces cerramos los ojos ante esta realidad, evadimos la
responsabilidad que tenemos como cristianos de velar por el bien de los débiles
y necesitados.
Agradezcamos a Dios porque tenemos una familia, un
lugar donde crecer, sentirnos seguros y a gusto. Démosle gracias por nuestros
familiares y amigos. Por tantas personas que nos han acompañado desde nuestra
niñez y nos ayudan a llevar una vida normal, que nos respetan y nos animan a
abrir horizontes y a vivir con esperanza y dignidad.
Podemos viajar mucho, conocer lugares y realidades
diferentes, pero sólo cuando regresamos y nos encontramos de nuevo en el hogar
nos damos cuenta que el calor humano y el amor verdadero se encuentran en el
ámbito de nuestras familias. Así como lo fue para Jesús la presencia de José y
María en su niñez y juventud, valoremos y defendamos nuestras familias. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 28 del año 2014