Juan es el
profeta que vivió como nómada, en la austeridad y la privación, sin privilegios
inútiles. Su dieta es muy sobria y su vestido modesto. No es
una persona fascinante que capta simpatías. Nadie lo asumiría como jefe de
relaciones públicas. Aparece en el
desierto, no en un lugar placentero. Invita a la conversión, al cambio de
vida, a liberarse de esclavitudes.
"Allanar
el camino del Señor" significa dejar los vicios, el orgullo, la soberbia,
la codicia, la injusticia, la explotación del pobre. Juan se
reconoce con humildad como el predecesor, y por eso no habla de sí mismo sino
del que viene detrás de él, del Mesías. Es
la voz del desierto que anuncia a Jesús como Mesías. Tiene el coraje de
denunciar la situación inmoral de Herodes por convivir con la esposa de un
hermano suyo. Esto le costó la vida.
La Buena
Noticia que nos trae alegría y esperanza, vida y perdón, se pregona en el
desierto, ese lugar inhóspito, el lugar de la prueba y del encuentro, de la sed
y la tentación.
El auténtico creyente no se refugia en el disfrute
alocado del consumismo, no busca consuelo en un mundo artificial y engañoso, ni
se hunde en el pesimismo. Él allana el camino del Señor, es decir, evita entrar
en los caminos que no conducen a ninguna parte, y se esfuerza por liberarse de
todo aquello que bloquea su crecimiento, su madurez, y que impide el progreso de
un mundo más justo, humano y pacífico.
Igual que
Juan, somos mensajeros del Mesías y de su buena noticia.
Pero muchas veces callamos y no damos testimonio. Ante el vacío y la indiferencia,
decimos que estamos "predicando en el desierto". Sin embargo, Juan
dio testimonio y manifestó su mensaje a viva voz allí en el desierto, lugar del
sufrimiento y la dureza de la vida. J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 7 del año 2014