¿Tú, quién eres?, le preguntan a Juan Bautista los
emisarios de los judíos, intrigados por su personalidad. Él les dice sin
arrogancia:"Yo no soy el Mesías, ni
el profeta esperado, sino sólo una voz que grita en el desierto. Allanen el
camino del Señor".
Juan es un profeta sincero. Su rectitud y coraje le
costaron la vida por recriminar a Herodes su conducta inmoral al convivir con
la mujer de su hermano Filipo. Además, Juan es una persona humilde y sensata
que no se embriaga con el aplauso de la gente. Él sabe bien que su persona y su ministerio profético están al servicio
de alguien superior: Jesús.
Los profetas pueden hacer sombra a los orgullosos,
pero tienen la autoridad de la verdad y el testimonio de vida. Su autoridad
brota de su interior y de su coherencia de vida. Juan no tiene nada que
ocultar. Para el profeta vale más la verdad que la vida, y él sabe que poner en
acto la verdad es arriesgado, pero es la única manera de ser testigo de la luz.
Los contemporáneos del Bautista necesitaban un
testigo que les mostrara el fundamento de una esperanza segura. Juan les indica que esa seguridad está en Jesús, que es el "enviado"
que viene a perdonar y curar las heridas del cuerpo y del corazón.
Ser mensajeros de alegría y esperanza es también
tarea nuestra, pero ante el materialismo, el vacío interior, la desesperanza e
indiferencia optamos por callar, manifestando que nadie nos escucha. Juan
anuncia y da testimonio allí en el desierto donde corre el riesgo de no ser
escuchado.
Allanar el
camino del Señor significa "enterrar" el orgullo, el egoísmo, el afán
de aplauso, la codicia, y disponernos con humildad y confianza para recibir de
la forma más digna al Señor que viene. Hoy
tenemos motivos para estar alegres, pues el Señor ya está en medio de nosotros.
J.M.
Tomado de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, diciembre 14 del año 2014