Hubo un hombre llamado Juan,
a quien Dios envió como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que
todos creyeran por lo que él decía. Juan
no era la luz, sino uno enviado a dar testimonio de la luz. Éste es el
testimonio de Juan, cuando las autoridades judías enviaron desde Jerusalén
sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era él. Y él confesó claramente: Yo no soy el Mesías.
Le volvieron a preguntar: ¿Quién eres, pues? ¿El profeta Elías? Juan dijo: No
lo soy. Ellos insistieron: Entonces, ¿eres el profeta que ha de venir? Contestó:
No. Le dijeron: ¿Quién eres, pues? Tenemos que llevar una respuesta a los que
nos enviaron. ¿Qué nos puedes decir de ti mismo? Juan les contestó: Yo soy una voz que grita en
el desierto: “Abran un camino derecho para el Señor”, tal como dijo el profeta
Isaías. Los que fueron enviados por los
fariseos a hablar con Juan, le
preguntaron: Pues si no eres el Mesías, ni Elías ni el profeta, ¿por qué
bautizas? Juan les contestó: Yo bautizo
con agua; pero entre ustedes hay uno que no conocen y que viene después de mí. Yo ni siquiera
merezco desatarle la correa de sus sandalias. Todo esto sucedió en el lugar llamado Betania,
al otro lado del río Jordán, donde Juan estaba bautizando.