La Iglesia celebra con gozo la fiesta de san
Pedro y san Pablo, dos dimensiones inherentes a la fe e irrenunciables para el
cristiano. El uno representa la estabilidad que ofrece la tradición y el otro
simboliza el empeño misional y la apertura del Evangelio a nuevos ambientes
humanos y culturales. No en vano la liturgia los presenta en paralelo. Ambos en
situaciones críticas, pero fortalecidos y liberados por Dios para llevar su
mensaje a todos los pueblos.
Las persecuciones sufridas por los apóstoles
de ayer y de hoy confirman, por un lado, la fidelidad de la misión evangelizadora
que el Maestro resucitado nos encomendó, y, por otro lado, la autenticidad del
ministerio evangelizador que desenmascara los sistemas de opresión y de muerte
que rigen a la sociedad y el mundo. Pero, sobre la roca humana y firme de Pedro
y la tenacidad y perseverancia de Pablo, el Señor construyó su Iglesia, de modo
que resista los ataques de las fuerzas opuestas al proyecto de Dios y se
constituya en germen y servidora del Reino.
Con el martirio de estas insignes columnas de
la Iglesia de Cristo, de la cual nosotros somos piedras vivas, nos sentimos
obligados a continuar con la misión de anunciar el Evangelio de Cristo muerto y
resucitado a hombres y mujeres de todos los tiempos, sin distinción de raza,
cultura o nacionalidad. Que la sangre derramada por estos apóstoles, que
interpretaron bien el mensaje de Cristo:"Vayan por todo el mundo y
prediquen el Evangelio a toda criatura", sea la fuerza y la inspiración
que nos anime a realizar nuestra misión con pasión y radicalidad, denunciando
las injusticias y proclamando la paz, llevando el mensaje de vida en medio de
una sociedad que propone la "cultura de la violencia y de la muerte",
y, en especial, siendo comunicadores de la "verdadera caridad" que
sólo puede transmitir quien vive a Cristo en el lugar en el cual se
desenvuelve. P. Z.
Simón Pedro
tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
Tomado
de: SEMANARIO LITÚRGICO CATEQUÉTICO, junio 29 del año 2014